Mons. Ángel Rodríguez
Luño señala que el documento pontificio invita a discernir, para encaminar a
las personas a la conversión e integración en la vida de la Iglesia y cuando
sea posible a la recepción de los sacramentos.
(ZENIT – Roma 03.05.2016).- El papa Francisco
en su exhortación apostólica Amoris Laetitia aborda el tema de la familia
con gran amplitud tras haber escuchado los dos sínodos celebrados en Roma
sobre la familia, uno extraordinario y otro ordinario, en el 2014 y 2015 respectivamente.
Para
seguir profundizando el tema, ZENIT contactó con monseñor Ángel
Rodríguez Luño, decano de la facultad de teología de la Universidad de la
Santa Cruz en Roma y consultor de la Congregación para la Doctrina de la
Fe, quien nos señala en el artículo que proponemos a continuación, la
existencia de algunos aspectos doctrinales de la enseñanza de la Iglesia y
de su magisterio que no deben ser olvidados.
Esto entretanto no debe
impedir a los sacerdotes comprometerse con espíritu abierto y corazón
grande en un diálogo cordial de discernimiento, evitando juicios sumarios
y actitudes de rechazo y exclusión. Y también, como indica el papa
Francisco, el grave riesgo de “dar mensajes equivocados, como la idea de que
algún sacerdote puede conceder rápidamente excepciones”, o pensar que la
Iglesia sostiene una doble moral. Porque en realidad se trata
de discernir el modo de ayudar a las personas interesadas a emprender un
camino de conversión que les conduzca a una mayor integración en la vida de la
Iglesia y, cuando sea posible, a la recepción de los sacramentos de la
reconciliación y de la eucaristía.
A continuación compartimos con
nuestros lectores el artículo sobre el tema:
La
Exhortación Apostólica Amoris laetitia ofrece las bases para dar un nuevo y muy
necesario impulso a la pastoral familiar en todos sus aspectos. En el capítulo
VIII se refiere a las delicadas situaciones en las que más se pone de
manifiesto la debilidad humana. La línea propuesta por el Papa Francisco puede
resumirse con las palabras que componen el título del capítulo: “Acompañar,
discernir e integrar la fragilidad”. Se nos invita a evitar los juicios
sumarios y las actitudes de rechazo y exclusión, y a asumir en cambio la tarea
de discernir las diferentes situaciones, emprendiendo con los interesados un
diálogo sincero y lleno de misericordia. “Se trata de un itinerario de
acompañamiento y de discernimiento que ‘orienta a estos fieles a la toma de
conciencia de su situación ante Dios.
La
conversación con el sacerdote, en el fuero interno, contribuye a la formación
de un juicio correcto sobre aquello que obstaculiza la posibilidad de una
participación más plena en la vida de la Iglesia y sobre los pasos que pueden
favorecerla y hacerla crecer. Dado que en la misma ley no hay gradualidad (cfr.
Familiaris consortio, 34), este discernimiento no podrá jamás prescindir de las
exigencias de verdad y de caridad del Evangelio propuesto por la Iglesia’”.
Parece útil recodar algunos puntos que conviene tener en cuenta para que el
proceso de discernimiento sea conforme a las enseñanzas de la Iglesia,
que el Santo Padre presupone y que en ningún modo ha querido cambiar.
Por
lo que concierne a los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, la
Iglesia ha enseñado siempre y en todo lugar que “quien tiene conciencia de
estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de
acercarse a comulgar”.
La estructura fundamental del sacramento de la Reconciliación “comprende dos
elementos igualmente esenciales: por una parte, los actos del hombre que se
convierte bajo la acción del Espíritu Santo, a saber, la contrición, la confesión
de los pecados y la satisfacción; y por otra parte, la acción de Dios por
ministerio de la Iglesia”.
Si faltase del todo la contrición perfecta o imperfecta (atrición), que incluye
el propósito de cambiar de vida y evitar el pecado, los pecados no podrían ser
perdonados, y si no obstante la absolución fuese impartida, la absolución sería
inválida.
El
proceso de discernimiento tiene que ser coherente también con la doctrina
católica sobre la indisolubilidad del matrimonio, cuyo valor y actualidad el
Papa Francisco subraya fuertemente. La idea de que las relaciones sexuales en
el contexto de una segunda unión civil son lícitas, comporta que esa segunda
unión se considera un verdadero matrimonio, y entonces se entra en
contradicción objetiva con la doctrina sobre la indisolubilidad, según la cual
el matrimonio rato y consumado no puede ser disuelto, ni siquiera por la
potestad vicaria del Romano Pontífice;
si, en cambio, se reconoce que la segunda unión no es un verdadero matrimonio,
porque verdadero matrimonio es y sigue siendo sólo el primero, entonces se
acepta un estado y una condición de vida que “contradicen objetivamente la
unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la
Eucaristía”.
Si,
además, la vida more uxorio en la segunda unión se considerase moralmente
aceptable, se negaría el principio fundamental de la moral cristiana según el
cual las relaciones sexuales sólo son lícitas dentro del matrimonio legítimo.
Por esa razón, la Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe del 14 de
septiembre de 1994 decía: “El fiel que está conviviendo habitualmente ‘more
uxorio’ con una persona que no es la legítima esposa o el legítimo marido, no
puede acceder a la Comunión eucarística. En el caso de que él lo juzgara
posible, los pastores y los confesores, dada la gravedad de la materia y las
exigencias del bien espiritual de la persona y del bien común de la Iglesia,
tienen el grave deber de advertirle que dicho juicio de conciencia riñe
abiertamente con la doctrina de la Iglesia”.
El
Papa Francisco recuerda justamente que pueden existir acciones gravemente
inmorales desde el punto de vista objetivo que, en el plano subjetivo y formal,
no sean imputables o no lo sean plenamente, a causa de la ignorancia, el miedo
o de otros atenuantes que la Iglesia ha tenido siempre en cuenta. A la luz de
esta posibilidad, no se podría afirmar que quien vive en una situación
matrimonial así llamada “irregular” objetivamente grave esté necesariamente en
estado de pecado mortal.
La cuestión es delicada y difícil, porque siempre se ha reconocido que “de
internis neque Ecclesia iudicat”, acerca del estado de lo más íntimo de la
conciencia ni siquiera la Iglesia puede juzgar.
Por
eso la Declaración del Consejo Pontificio para los Textos Legislativos acerca
de canon 915, citada por el Papa Francisco,
en la que se decía que la prohibición de recibir la Eucaristía comprende
también a los fieles divorciados vueltos a casar, puso mucho cuidado en
precisar qué debe entenderse por pecado grave en el contexto de ese canon. El
texto de la Declaración dice: “La fórmula ‘y los que obstinadamente persistan
en un manifiesto pecado grave’ es clara, y se debe entender de modo que no se
deforme su sentido haciendo la norma inaplicable. Las tres condiciones que
deben darse son: a) el pecado grave, entendido objetivamente, porque el
ministro de la Comunión no podría juzgar de la imputabilidad subjetiva; b) la
obstinada perseverancia, que significa la existencia de una situación objetiva
de pecado que dura en el tiempo y a la cual la voluntad del fiel no pone fin,
sin que se necesiten otros requisitos (actitud desafiante, advertencia previa,
etc.) para que se verifique la situación en su fundamental gravedad eclesial;
c) el carácter manifiesto de la situación de pecado grave habitual”.
La
misma Declaración aclara que no se encuentran en esa situación de pecado grave
habitual los fieles divorciados vueltos a casar que, no pudiendo interrumpir la
convivencia por causas graves, se abstienen de los actos propios de los
cónyuges, permaneciendo la obligación de evitar el escándalo, puesto que el
hecho de no vivir more uxorio es de suyo oculto.
Fuera de este caso, en la atención pastoral de estos fieles habrá que tener
también en cuenta que parece muy difícil que quienes viven en una segunda unión
tengan la certeza moral subjetiva del estado de gracia, pues sólo mediante la
interpretación de signos objetivos ese estado podría ser conocido por la
propria conciencia y por la del confesor.
Además,
habría que distinguir entre una verdadera certeza moral subjetiva y un error de
conciencia que el confesor tiene la obligación de corregir como se ha dicho
antes, en cuanto que en la administración del sacramento el confesor es no sólo
padre y médico, sino también maestro y juez, tareas todas éstas que ciertamente
ha de cumplir con la máxima misericordia y delicadeza, y buscando ante todo el
bien espiritual de quien se acerca a la confesión.
Los
aspectos doctrinales mencionados, que pertenecen a la enseñanza multisecular de
la Iglesia, y muchos de ellos al magisterio ordinario y universal, no deben
impedir a los sacerdotes empeñarse con espíritu abierto y corazón grande en un
diálogo cordial de discernimiento. Como escribe Papa Francisco, se trata de
“evitar el grave riesgo de mensajes equivocados, como la idea de que algún
sacerdote puede conceder rápidamente ‘excepciones’, o de que existen personas
que pueden obtener privilegios sacramentales a cambio de favores.
Cuando
se encuentra una persona responsable y discreta, que no pretende poner sus
deseos por encima del bien común de la Iglesia, con un pastor que sabe
reconocer la seriedad del asunto que tiene entre manos, se evita el riesgo de
que un determinado discernimiento lleve a pensar que la Iglesia sostiene una
doble moral”.
Por el contrario, sabiendo que la variedad de las circunstancias particulares
es muy grande, como muy grande es también su complejidad, los principios
doctrinales antes mencionados deberían ayudar a discernir el modo de ayudar a
las personas interesadas a emprender un camino de conversión que les conduzca a
una mayor integración en la vida de la Iglesia y, cuando sea posible, a la
recepción de los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía.
Fuente: Zenit 03.05.2016 / Publicado: O.Revette 08-01-2019